Los días del sombrero
Fue un tiempo indefinible. Una semana, tal vez dos; no se sabe a ciencia cierta. Ese período en el que el sombrero se extravió y ya no pudo hallar a su amo, estuvo dominado por la presencia de seres que lo hostigaban permanentemente. Al ser sólo un sombrero, no lograba reconocer de quién o de qué se trataban esas presencias. Conos rugosos con ligeros tentáculos que se deslizaban desde su parte superior, lo atraían a quien sabe cuales habitaciones, con dulces y engañosas promesas que le aseguraban cuantiosas horas de néctar y ambrosía.
Lo cierto es que solo lo salvó, de ese destino fatal, recordar los días en el que tenía la fortuna de ascender al tranvía. Al sentarse con su amo en aquellos estratégicos asientos de la mitad del vagón, presentía ya el perfume tan particular, los cálidos gestos y ademanes con los que ella llegaba hasta aquel asiento. Pero sobre todo, la sonrisa y la mirada que esa mujer que picaba boletos, le dedicaba a su amo.
Esos días el sombrero los recuerda con especial cariño, ya que con ella a su lado, la mano del hombre lo tomaba con su palma y lo llevaba hacia abajo, hasta dejarlo boca arriba. En esa posición, la concavidad del sombrero se servían refrescos para los pájaros de la mañana, con su agua desbordante, o de cúmulo de tierra del cual nacen cactus con vástagos espinosos de los cuales asoma una flor. O quizás, también, pudieran saltar desde su seno conejos y tiras de guirnaldas, como si de la galera de algún mago de pueblo se tratase.
En esas tierras, las prohibiciones sobre el uso de sombreros persistían. Quizás, por eso mismo, esa prenda de vestir cubría aquella cabeza de un sin fin de posibilidades. Cualquier sueño o fabulación, por alocada que ella fuera, se hacía realidad con solo colocarlo sobre sus cabellos.
En los instantes finales del extravío, informes miembros emergieron como un manto vaporoso desde el propio sombrero, para tomar sus propios cabellos (aquellos que soportaba) y rescatarlo de la propia parálisis destructiva auto infligida.
Bolas de fuego incandescente abrazaron al sombrero, y según el relato de algún pájaro poco común de encontrar hoy, de las propias cenizas se había reconstituido aquel sombrero. Después de todo, otro tipo de ardor de aquel que dicta el impulso del destino tanático sobre esos brazos, era lo único que importaba debajo del sombrero. Esos brazos, según comprendió bajo el ala, lo llevaban por senderos anhelados por colibríes frenéticos de sed, tanto que podría haberse dicho que se trataba de extremidades con voluntad propia.
Los días venideros fueron de un panorama totalmente diferente para el sombrero. Felices. Aquellos brazos con voluntad propia, con ese aroma y perfume tan particular, intercambiaban de cabeza al sombrero. Ambos. Ella y él. Todo estaba de cabeza. Así debían ser los días del sombrero.